
Por Gonzalo Zurano |
Andaba siempre por los pasillos de la Escuela 7. Iba y venía pendiente de cualquier asunto que pudiera ayudar a solucionar. Se podría decir que su presencia era tan importante que nadie la notaba. Era como si un pedazo de la propia escuela se hubiera desprendido del edificio y lo recorriera de punta a punta. Una pieza del cuerpo que se separa, pero no se aleja y observa el todo al que pertenece.
Arreglaba lo que estaba roto, se ocupaba de trámites burocráticos y hasta ayudaba en el quiosco del patio algunas veces. Pero su actividad principal era otra. Turco, o el Turco -como siempre le dijimos- fue el primer y más grande cuentista que conocí.
Estaba en tercer grado cuando una mañana se abrió la puerta del aula y vi asomarse su cabeza blanca. Apenas entró, un compañero que había repetido y conocía el ritual empezó a festejar su llegada. Él saludó y tuvo un pequeño dialogó con la maestra que se llamaba Mariana. Después preguntó si queríamos escuchar un cuento y arrancó.
Desde ese día hasta que terminé la primaria, no pasaba más de una o dos semanas sin que entrara al aula y nos contara alguna historia. Los protagonistas de esos cuentos eran niños como nosotros, los escenarios eran la escuela o el club o la calle y la voz del narrador era amable y muy baja, pero efectiva en el total silenció que hacíamos sin darnos cuenta.
Lo que más me gustaba de aquellos cuentos era que prescindían de esas moralejas tontas que abundan por ahí. Eran tristes y alegres a la vez, eran injustos a veces y eran esperanzadores, otras. Las historias nunca eran parecidas y así como había momentos en que nos hacían reír muchísimo, también tenían pasajes de una débil pero eficiente sordidez. Claro que aquellos niños no lo intuíamos si quiera, pero el Turco nos estaba preparando para la vida.
Pasó el tiempo y una vez que terminé la escuela, me lo crucé unas cuantas veces en Castelar, en “la salita” de la Sociedad de Fomento. Cada vez que lo encontraba le decía que había ido a la 7 y le recordaba lo de sus cuentos. Él se reía y me preguntaba cuanto hacía que había terminado la escuela, como si buscara en su memoria el día, el aula y las historias que me había contado, o como si pudiera realmente haber retenido los rostros de los miles de niños y niñas que pasaron por allí.
Mi trabajo me llevó una noche a una fiesta organizada por la Asociación de Cooperadoras Escolares, en el mismo patio de la que había sido mi escuela. Era el año 2015 y ahí estaba el Turco sentado en una mesa sobre el círculo central de la cancha dibujado en el piso. La primera impresión fue que todo era más chico. El escenario, los pasillos, el quiosco y el mismo patio. Hasta el viejo narrador, más de 20 años después, parecía más joven que en mis recuerdos de la niñez.
A propósito, me senté al lado suyo y charlamos un largo rato. Como si volviera a ser un chico, pude escapar de todo y esconderme en sus palabras. Él hizo lo que siempre había hecho y comenzó a contarme una historia, pero esta vez era el cuento de su vida.
Me contó que había nacido en Castelar y que luego de algunos infortunios familiares, siendo apenas un niño, terminó en el Patronato de la Infancia que por aquel entonces estaba en el barrio de San Telmo. Allí la había pasado realmente mal y según sus palabras aquella institución de filantrópica no tenia nada. “De ahí me escapé y comenzaron las aventuras”, me dijo El Turco sonriente y no pude evitar imaginarlo en blanco y negro, con pantalones cortos, corriendo por una ciudad empedrada.
Siguió hablando y recordó que había vendido diarios en la calle, para un puesto de la Avenida Corrientes. Un día empezó a ver una cantidad inusitada de personas que inundaban todas las arterias de la ciudad, pensó que vendería muchos diarios, pero no fue así. “La genta pasaba y me decía que dejara esos pasquines oligarcas”, estaba siendo testigo, en primera fila, del 17 de octubre de 1945.
También me dijo que después había vivido en una pensión, que prácticamente lo habían adoptado unos panaderos anarquistas y ahí tuvo su primer trabajo además de su iniciación en lecturas políticas.
Ya más grande, entró a la planta de Mercedes Benz cómo mecánico y no pasó mucho tiempo hasta que empezó a ir a las asambleas y se convirtió en delegado.
Seguimos sentados en el viejo patio de la 7, tomando una SevenUp tibia, en esa noche de calor, mientras el evento de la Cooperadora comenzaba a llegar al final y aquel cuento también.
Le pregunté si vivía sólo por ese entonces y me dijo que sí, pero que tenía un compañero de trabajo que estaba de novio con una chica de Castelar. Un fin de año, su compañero estaba listo para ir a pasar la fiesta con la familia de su novia y le dijo a Juan Carlos que en lugar de quedarse sólo fuera con él. Así fue que el Turco volvió a pisar el suelo de la ciudad que había dejado siendo un niño. Resulta que la novia del compañero tenía una hermana y el resto de las piezas se fueron acomodando solas. “Después de un tiempo, cuando ya era mi señora, compramos un terreno y al poco tiempo abrí un taller”.
En ese momento de la charla, le dije que en ese taller me había dado los rulemanes que fueron los neumáticos de mi carro, cuando tenía ocho años. “Cuantos carros, ¿no?”, me dijo y puso así el punto final, al último cuento que me contó.
Puede ser que mi memoria de aquella charla contenga algún error, que algún dato no sea cien por ciento correcto o incluso, como siempre sospeché, que aquel viejo cuentista falseara alguna página de su historia dependiendo del interlocutor. Torpemente, le sugerí que debería escribir un libro, una autobiografía. Por supuesto, me dijo que ya lo estaba haciendo.
El Turco tuvo su propia familia, su trabajo, se vinculó con las instituciones de su comunidad y fue un vecino que estuvo siempre al servicio de los otros. Ayer falleció a los 89 años y de alguna manera, con el se fue un pedazo de mi infancia.
A veces nos fijamos objetivos en la vida demasiado contaminados con el estereotipo del éxito, pendientes por demás de miradas que no deberían interesarnos, de reacciones digitales y unidades de medidas que intentan cuantificarlo todo. Cuando la verdadera victoria debe ser que alguien nos recuerde algún día, como hoy muchos y muchas recordamos al turco.

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