Por Agustín Algaze* |
Efemérides como la de hoy son siempre presa fácil para las más diversas operaciones ideológicas, genealogías y usos del pasado por parte de sujetos individuales y colectivos, con fines no siempre honestos. La Historia -esa trama de procesos y acontecimientos sucedidos en el pasado que el historiador reconstruye desde y para su presente- es inevitablemente pródiga en cuanto a las posibilidades que brinda para ello.
En el caso de la Argentina, puede pensarse esa trama como un abanico abierto. Si el “comienzo” prehispánico y colonial es comparativamente escaso en variantes en función de que las acciones de los hombres han dejado menos vestigios interpretables y reconstruibles, a partir de cierto punto el haz de trayectorias posibles de ser utilizadas se multiplica para forjar tradiciones liberales, comunistas, anarquistas, peronistas (de las más diversas, por cierto), radicales, trotskistas, socialistas, apartidarias, etc. Pero existe un breve espacio donde los extremos de ese abanico que es la Historia argentina se cruzan, perfilando un tronco común en el que todos abrevan para ello.
Éste tiene una trama precisa, encumbrada hasta la mitología: las Invasiones Inglesas (1806-07), la Revolución de Mayo (1810) y la Jura de la Independencia (1816) son para casi todos nuestros compatriotas episodios indiscutiblemente expresivos de nuestra soberanía nacional, siendo juzgados positivamente casi con la misma monolítica convicción como rapidez, llevándonos en ocasiones a un patrioterismo obtuso, xenófobo y violento. Pero cualquier historiador que intente ser honesto con su profesión debe estar alerta ante estos aparentes fenómenos naturales y problematizarlos, para reconstruir sus verdadera complejidad y desenmascarar las operaciones que se hacen con el pasado, desde la invención o falsificación pura y simple, hasta el rechazo y el olvido.
Desde hace ya varias décadas, la historiografía profesional se viene encargando de elaborar imágenes cada vez más complejas y matizadas del pasado, buscando ponerse en el horizonte de experiencias, expectativas e incertidumbres de los actores históricos de cada momento, reconstruyendo itinerarios abortados, proyectos fallidos y sospechando de lo evidente. Esta sana actitud le permite eludir la supuesta clave del programa historiográfico argentino: el enfrentamiento entre una interpretación elitista, liberal y porteña contra una nacional, popular y federal. El esquematismo, las tesis conspirativas, los relatos de “buenos y malos” y otras malas hierbas que caracterizan este falso debate son recurrentemente demolidos por los más lúcidos y trabajosos representantes de la producción universitaria. Para el tema que nos convoca, los nombres de Tulio Halperin Donghi, Juan Carlos Garavaglia, Raúl Fradkin, José Carlos Chiaramonte, Noemí Goldman, Marcela Ternavasio, Gabriel Di Meglio, son ineludibles entre tantos otros también destacables.
Es a partir y por ello que aquí se quiere, más que reflexionar, advertir sobre algunos matices necesarios de recuperar para tener una visión más acabada sobre los posibles significados de la Jura de la Independencia acaecida en Tucumán hace doscientos años. A riesgo de recitar lugares comunes, conviene destacar algunos puntos.
En primer lugar, el contexto muy diferente al de 1810, que da brillo propio al episodio. Si entonces el rey Fernando VII estaba preso y España acorralada en una marea revolucionaria desatada por la Francia napoleónica, seis años después las monarquías europeas habían retornado a sus tronos y la metrópolis peninsular recuperaba a pasos agigantados el terreno perdido en América. Por ello, la Jura es una verdadera profundización del proceso revolucionario, un salto adelante en medio de sombrías perspectivas.
Al mismo tiempo, la declaración del Congreso reunido fue el puntapié para la virtuosa campaña de liberación continental de José de San Martín, que concluiría casi una década después en la batalla de Ayacucho. Por último, terminó con la hábilmente manipulada farsa de la “máscara de Fernando VII” (declarar estar gobernando en nombre del monarca depuesto).
Pero la riqueza de la situación no se agota con ello. En principio, podemos mencionar que no existía la “nación argentina”. Las identidades para los habitantes de este suelo eran fluidas y se nutrían más del pago chico, de su región de origen, que de una comunidad imaginada como la futura “Argentina”. El país tal como lo entendemos hoy estaba aún por diagramarse, incluso en cuestiones básicas como las fronteras (tema drástica y criminalmente terminado casi por completo con la “Conquista del desierto”) o la forma de gobierno (recuérdese que Manuel Belgrano propuso en esa misma asamblea recrear una monarquía y coronar a un inca). Por lo tanto, abstenerse de frases como “la nación cumple hoy 200 años” sería conveniente para referirse a un acta que declaró la independencia de las “Provincias Unidas de Sud-América”.
La elección del lugar de reunión tampoco fue menor. El grupo dirigente porteño, hasta entonces dominante de la situación, necesitaba congraciarse con las élites del Interior, tras años de desencuentros, violencia y dislocaciones económicas. Esto no implicó que surgiera de allí un ordenamiento político federal: el modelo unitario se impuso, se nombró a un porteño -Juan Martín de Pueyrredón, un verdadero puntal político y económico del plan de San Martín- Director Supremo, y el centralismo duró hasta que el Estado implosionó tras la batalla de Cepeda en 1820, que abriría una etapa signada por los conflictos entre unitarios y federales (aunque también entre federales y federales) hasta 1852.
Además, la guerra comenzada en 1810 se estaba librando ya no sólo contra los “godos”, “realistas”, “monárquicos” o “españoles”. Los “criollos” en el poder tenían una férrea disputa con el proyecto alternativo federal y abismalmente más popular que representaba Artigas en el litoral, quien proponía entre otras cosas expropiar y repartir tierras entre sus seguidores. Del litoral -esa zona en torno a la cuenca de los ríos Paraná y Uruguay que por más de un siglo fue una sola para los habitantes de lo que hoy son las provincias argentinas mesopotámicas, Uruguay y Paraguay- no acudió representante alguno.
Y el artiguismo nos lleva a una última cuestión, planteada hace días en un diario de tirada nacional por Raúl Fradkin, que al leerla reafirmó nuestra postura. ¿Qué fue para lo que genéricamente podemos denominar sectores populares la Declaración de la Independencia y, más en general, el proceso revolucionario? En estas tierras seguía habiendo esclavos, continuaba en los hechos cotidianos la discriminación étnica y racial, proseguía la cruenta explotación de mano de obra indígena, se cometían atropellos y ejercía la violencia desde los sectores dirigentes hacia la población campesina de manera habitual, entre otras bondades. La sociedad colonial se estructuraba en función de la diferenciación y la desigualdad, y la revolucionaria parecía haber logrado poco para revertirlo. Es verdad también que no mucho tiempo había pasado para desandar semejante derrotero.
Fue en ese contexto revolucionario que los guaraníes, los mulatos, los negros y pardos, los zambos, los pobres urbanos, quienes hablaban quechua, aymará y otras lenguas originarias, en fin, quienes no tenían las riendas del poder, vieron la oportunidad en muchas ocasiones para tomar lo que parecía una justa revancha. Y muchos no distinguían entre blancos criollos revolucionarios y blancos españoles monárquicos: eran todos enemigos a los que atacar real o simbólicamente. Habiendo tomado nota de todo esto, el otro saldo de ese Congreso que juró la Independencia fue proclamar el “Fin de la revolución, principio del orden”, intentando abortar los proyectos alternativos y mayormente inarticulados que muchos de los que habitaban y trabajaban en este suelo tenían en mente, al tiempo que restituir valores como el “respeto”, la “sumisión” y la “obediencia”.
Recuperar los vestigios de aquellas sendas clausuradas es fundamental para comprender nuestro pasado y para que la historiografía haga algún aporte a la inconclusa independencia real de los explotados de nuestra tierra. La articulación de esas experiencias con las actuales es un camino a recorrer en la larga lucha que nos propone el siglo XXI: revertir la tendencia intrínseca y, al parecer, inevitable del capitalismo a que unos pocos (el 1% para ser más concretos a nivel global) concentren más de la mitad de la riqueza no sólo aquí, sino en todo el mundo. La desigualdad como axioma nunca puede llevar a la independencia de quienes no forman parte de ese grupo selecto y autocomplaciente llamado “elite”.
*Agustín Algaze es profesor en Historia, se desempeña como historiador en el Instituto y Archivo Histórico Municipal de Morón y dicta clases en la Universidad de Morón y en la Universidad de La Matanza.

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